Observo el perfume sutil de las gotas sobre los tejados, inducido por el aire que me envuelve, repleto de mensajes de descanso y placidez, pausas, como sopladas desde un espacio imbuído de vacío, descargado y amplio, enorme de lentitud consciente, vehículo de notas de sonriente y ágil quietud.
Percibo la gracia de las palabras inventadas que desde allí llegan a mis oídos , replegados en el silencio de la calma nocturna y noto cómo penetran los olores húmedos de la tierra, colándose entre las puertas y ventanas de mi cuerpo medio despierto, medio dormido.
Creo escuchar las alarmas inconscientes de las prisas de los días y el correr lejano de pisadas cansadas y despierto feliz a los sonidos perfectos del agua, que al caer, compone músicas serenas que calan en lo más hondo de mi alma.
Las montañas se desvelan adornadas de ligeras nubes que rodean la tierra y confieren al fresco verde un vestido de suavidad y permanencia, entre emanaciones que despiertan los olfatos y elevan los espíritus hacia un presente sin límites, seducidos por el espacio que queda entre los matices del que observa, del que mira, del que respira, del que siente.
Parece vibrar todo en la nada, como si esperara respirar, permitiendo al sueño crecer en imágenes vívidas y sabores desconocidos que, aunque nacidos de un lejano universo creador, encontraran resonancia en esta receptiva tierra, intensa de juegos que enmascaran semillas de vida y encarnan pistas de un mundo mejor.
Y abro los brazos y despierto el cuerpo a una mañana nueva, semilla de un comienzo que con la fuerza de las gotas sobre los tejados se despliega, y me obliga a crecer y a vibrar entre rojos, entre granates, verdes y transparentes, discretos aromas de aura, miles de músicas silenciosas, incipientes sonrisas que me adornan y cantos imitados a la luz de una vela que casi habla…